Leyendo una publicación que titulaba: “Steve Jobs consideró convertirse en monje aquí”, mi mente voló a ese recóndito templo. Nunca imaginé que en el mismo monasterio donde treinta años antes estuvo el genio de Apple, yo viviría por dos días y una noche los rituales de la vida monacal.
Después de quinientos kilómetros desde Tokio, dos buses, dos trenes, una caminata, y habiéndome internado en lo profundo de los Alpes Japoneses, llegué al monasterio budista Eiheiji. Su nombre traduce “El templo de la paz eterna”, estado experimentado con todas sus letras, al ahondarse en los 330.000 metros cuadrados del milenario bosque de cedro donde yace el templo.
Eiheiji es un monasterio de formación Zen que data del año 1244. Aquí, las enseñanzas han sido practicadas sin cambio desde su fundación. En la actualidad, conviven alrededor de doscientos monjes quienes en medio de árboles, montañas y el murmullo del arroyo, se preparan con férrea disciplina por un periodo de un año.
El vasto complejo de Eiheiji está compuesto por decenas de salas y torres, siendo siete los edificios principales los cuales se conectan por intrincados pasillos. La vida de los monjes está centrada en un edificio llamado Sōdō o Sala de los Monjes. Es un espacio sencillo con plataformas elevadas, cubiertas por una serie de tatamis (esteras de paja a modo de tapete, de uno por dos metros). Los monjes están uno al lado del otro, cada quien sobre un tatami, en el que meditan, comen y duermen, pasando allí gran parte del día. Hablar o leer está prohibido en este lugar.
Para dormir me asignaron una habitación en el edificio Kichijokaku, el cual se comunica con la Sala de los Monjes y la Sala Dharma (centro de ceremonias). Mi recámara estaba compuesta por una pequeña mesa que por sillas tenía cojines, un futón (una delgada colchoneta que se pone sobre el piso de tatami), un cobertor y una almohada de semillas. La ventana corrediza de papel me brindaba la vista al complejo Eiheiji por un lado, y a las montañas por el otro.
Un monje a las cuatro de la mañana rompe el silencio corriendo por los pasillos del Sōdō, mientras agita una campana que indica el comienzo de las actividades. Los monjes se reúnen en el baño y bajo el precepto budista de que “todas las actividades de la vida cotidiana son práctica”, se lavan la cara con rigurosidad.
Regresan a su tatami donde realizan el Zazen matinal (meditación), el cual consiste en sentarse, calmar la mente y encontrarse a sí mismo. Permanecen en posición de loto (postura sentada con las piernas cruzadas, con cada pie ubicado encima del muslo opuesto) en absoluto silencio y con la mirada baja dirigida a una pared. Con el Kyosaku (palo de la iluminación) son golpeados en el hombro cuando se duermen o pierden la concentración.
Después de algunas explicaciones sobre postura y objetivo del Zazen, debuté con vergonzosa torpeza en el arte de “desconectar la mente”. Fui tocada varias veces con el “palo de la iluminación” que por fortuna (o compasión del monje) no me golpeó sino ayudó a enderezar mi espalda. Una campana indica el final de la meditación, la cual concluye con ejercicios de estiramiento y repetidas reverencias.
Acto seguido, siendo las seis de la mañana, se lleva a cabo un servicio religioso en la Sala Dharma: un edificio sagrado ubicado en la parte más alta del complejo. Para llegar allí, subí un largo y oscuro pasillo de escaleras de madera. A lo lejos, me acompañaba el tañido de una campana de bronce. En esta sala, el jerarca principal predica las enseñanzas de Buda, mientras el aire vibra con las voces al unísono de más de un centenar de monjes recitando sutras. Mientras tanto, los visitantes sentados en el piso participamos de la ceremonia del incienso, realizamos reverencias, seguimos los sutras y nos embelesamos con estos ritos maravillosos que subliman el espíritu, haciéndonos olvidar el frío o el entumecimiento de las piernas.
Finalizada la ceremonia es servido el desayuno. Comer es otra forma de entrenamiento. Las comidas son veganas y están constituidas por ingredientes básicos que son tratados con respeto como fuente de vida. Las preparaciones son hechas por los monjes, siendo los vegetales, setas, frutos, semillas, algas y arroz los principales componentes. Mientras ellos comen sobre su tatami, en el Sōdō, los invitados lo hacemos en nuestra habitación, sobre un cojín en el piso.
Después del desayuno los monjes lavan los cuencos y limpian el templo. El trabajo físico (limpieza, jardinería, cocina) es parte fundamental de su formación junto con la práctica del Zazen y el recitado de sutras.
Una vez terminan las labores, visitan la casa de baño cumpliendo así uno de los rituales más importantes de la vida monacal: la pureza del cuerpo y del espíritu. Como es tradicional en Japón, se trata de baño tipo Sentō, que es un tipo de piscina de agua termal de origen volcánico, donde se comparte un espacio común con un grupo de personas y en completa desnudez. En la zona de baños está prohibida la comunicación verbal. Antes de ingresar, los monjes hacen tres reverencias y recitan: “que nuestras mentes y nuestros cuerpos sean purificados por dentro y por fuera”.
A los visitantes nos conducen a un Sentō distinto ubicado en el sótano del edificio de alojamientos. Fuimos divididos en grupos y horarios para el baño. Los cuerpos desnudos sumergidos en aguas medicinales, no solo se lavan y sanan, lo hacen también los pensamientos que se limpian cuando se despojan de escrúpulos y temores, entrando en un estado de sosiego y relajación.
Después de la cena, el día termina con el Zazen vespertino. Me dirijo a mi habitación y escucho de nuevo una campana: son las nueve de la noche y es hora de apagar la luz. El edificio queda en el más profundo silencio y oscuridad. El cuerpo se siente liviano con la cena, adormecido con el baño termal y tranquilo con la meditación.
Curiosamente, durante mi estancia en el monasterio olvidé por completo el detalle que puso mis ojos allí: el retiro espiritual de Steve Jobs. Pareciera que aquella frase de Buda: “para entenderlo todo, es necesario olvidarlo todo” se hubiese apropiado de mí, llevándome a vivir una introspección única e irrepetible y quizá, una de las más memorables de mi historia en Japón.